Queridos hermanos y hermanas:
El evangelio de este último domingo de adviento nos traslada a Nazaret, un pueblo insignificante de Galilea, del que ni siquiera se habla en el Antiguo Testamento (Lc 1,26). Dios envió a esa ciudad al ángel Gabriel. No lo envió a la ciudad santa de Jerusalén, centro del culto y de la religión, sino a una casa de Nazaret, a una casa común y corriente donde transcurría la vida ordinaria con sus problemas y alegrías de todos los días.
Este es el estilo de Dios. Prefiere la discreción, los caminos lejanos del poder y del orgullo, ama la cotidianidad de la vida. Aquí se vislumbra ya el misterio más hondo de la Navidad: Dios se acerca a nuestra vida ordinaria para estar junto a nosotros y caminar a nuestro lado, en todos los acontecimientos y sin abandonarnos jamás.
Al entrar a la casa, el ángel Gabriel se dirige a una joven de la ciudad que se llamaba “María”. El ángel no le pide nada, sino que llamándola con el nombre nuevo de “llena de gracia” (Lc 1,28), la invita a alegrarse porque Dios la ha amado con un amor María eterno y gratuito y porque a través de ella las antiguas promesas de Dios están por cumplirse. La alegría de Dios entraba por fin y para siempre en la historia a través de la Virgen de Nazaret.
María abrió su corazón a la alegría que Dios le anunciaba. En esa humilde joven de Nazaret, Dios hizo que germinara la alegría mesiánica para ella y para toda la humanidad. “El Señor está contigo”: este es el secreto de la alegría de la Virgen y de la alegría nuestra. Como dice San Pablo: “Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?” (Rom 8,31). Así que, alegrémonos. ¡El Señor está con nosotros! Que nada ni nadie nos quite la alegría que nos da la cercanía amorosa del Señor.
Ante el asombro de María ante tal saludo, el ángel la invita a no temer y le revela su misión: “No temas, María porque has hallado gracia delante de Dios. Concebirás y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David su padre; reinará para siempre sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin” (Lc 1,31-33).
No temas, le dice el ángel. Si el Dios Eterno se hace tiempo y pequeñez en tu seno, no temas. No tengas miedo al Dios que se volverá niño entre tus brazos. Dios está contigo. Él vivirá en medio de los hombres gracias a tu amor, alimentado de tu pecho y de tus caricias, educado por tu amor y tu sabiduría. No temas, pequeña joven de Nazaret. “El Señor está contigo” (Lc 1,28).
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Las palabras del ángel son también para nosotros. No tengamos miedo. El Señor está con nosotros. Estas palabras son la antesala de la venida de Jesús, son el pórtico de la fiesta de Navidad. El miedo es una emoción natural pero también puede disminuirnos, paralizarnos, impedirnos tomar decisiones importantes o enfrentar nuevos desafíos. No temas, nos dice el Señor. No temas al futuro, no tengas miedo de tus debilidades y errores, no te dejes atemorizar pensando que no podrás resolver las dificultades o preocupaciones que te agobian. Creamos como la Virgen que el Señor está con nosotros y con él no hay motivos para tener miedo.
Tampoco los pueblos deben tener miedo. No olvidemos que el miedo es el arma preferida de los tiranos para silenciar y someter. No dudemos que son ellos, los poderosos, los dictadores y opresores quienes tienen miedo. ¿Por qué persiguen a los cristianos, encarcelan a los obispos e impiden la libertad religiosa? Porque le tienen miedo a la Iglesia, al poder liberador del Evangelio, a la luz de la verdad de Jesús y a la fuerza de la oración. Saben que el pueblo ama a la Iglesia y a sus pastores. Por eso le tienen miedo también al pueblo que sostenido por su fe sigue soñando y lucha por su liberación. Los tiranos tienen razones para tener miedo.
Sin embargo, no hay lugar para el miedo cuando se anuncia el nacimiento del descendiente real prometido por Dios a David. Se llamará Jesús (cf. Lc 1,31). Este hijo que nacerá del seno de la Virgen por obra del Espíritu Santo nacerá en un mundo de injusticias y violencias, de mentiras y maldades, para hacer presente el reino de Dios, que es reino de justicia y de paz, reino de verdad y de amor. Del seno de la Virgen nacerá el descendiente de David que con su corazón misericordioso y su palabra poderosa creará un mundo nuevo. Ningún poder injusto de este mundo resistirá ante el poder del rey mesías que trae la paz y la justicia.
Los regímenes totalitarios podrán seguir mostrando su desprecio por los derechos humanos, su flagrante falta de respeto por la libertad religiosa y su profundo odio hacia la Iglesia, pero morirán en su pecado y pasarán un día olvidados y condenados por Dios y por la historia. Prevalecerá para siempre la verdad, el bien, la bondad y la ternura que han entrado en la historia a través del hijo de María, Jesús, a quien se le ha dado el trono de David su Padre, y que como hemos escuchado, “reinará para siempre (…) y “su reino no tendrá fin” (cf. Lc 1,33).
El hijo de María nacerá no como fruto del amor reciproco de unos esposos. Nacerá como fruto del amor de Dios a toda la humanidad. Será el gran regalo de Dios a la humanidad a través de María. Ella ha dado carne y sangre a un hijo que con razón es llamado Hijo de Dios. Ella le ha dado carne y sangre al misterio divino. Sin María Dios no hubiera podido mostrarnos su sonrisa, acariciarnos, sanar con sus manos nuestras heridas y hablarnos como hermano nuestro.
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Al final del tiempo de adviento es muy consolador escuchar la explicación del misterio acontecido en la Virgen: “Nada es imposible para Dios” (Lc 1, 37), porque nada es imposible para el Amor. Cuando dejamos atrás el miedo, nos abrimos a sus caminos nuevos, confiamos en él y nos comprometemos a colaborar con él para hacer mejor el mundo, lo imposible empieza a hacerse realidad.
En el relato del evangelio de hoy todo concluye con la respuesta de María a Dios. Son palabras de gran sencillez: “He aquí la sierva del Señor. Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). La Virgen nos enseña a acoger a Dios sin vacilar y sin dejar para más tarde su respuesta. Lo hace con alegría y decisión. No tiene miedo a las novedades del Señor, confía en su amor, se abandona a sus caminos con gozo, ofreciendo su fe, su cuerpo, su feminidad, todo, llegando a ser, como la llamó Benedicto XVI, la “madre de la Palabra encarnada” (Deus Caritas est, 41).
El misterio de la encarnación del Hijo de Dios en el vientre de María se prolonga en la historia. El ángel Gabriel sigue siendo enviado todavía hoy a nuestras casas buscando corazones puros y libres como el de la Virgen. El ángel Gabriel viaja distancias enormes para susurrarnos al oído a cada uno de nosotros como a María de Nazaret: alégrate, Dios te ha amado desde siempre con ternura infinita, no tengas miedo, tú eres casa de Dios, tú estás llamado a dar a luz a Jesús hoy a través de tu fe y de tu amor. Dios sigue buscando corazones como el de María, dispuestos a creer que para Dios nada es imposible.