Los pescadores de Bluefields arriesgan su vida para sobrevivir. Cada viaje a alta mar en busca de la pesca para comer y tener “algo” para vender y cubrir otras necesidades, puede ser el último.
A veces los viajes son de dos semanas, otras, pueden llevar un mes y claro, no faltan los fatales en los que no hay retorno. “Eso es duro”, dice Alejandra Martínez Rodriguez, la madre de Marcial Bautista Brenes, un pescador que no volvió vivo a casa. “No he vivido nada peor en mi vida”, explica la mujer, mientras acaricia una retratera donde se ve a un Marcial en un día feliz.
Los restos del pescador y de dos marinos más, fueron rescatados tres meses después que naufragara su embarcación, la langostera “Miss Johana Betsey”, que se hundió con 13 marinos a 23 millas de Corn Island, Bluefields, el pasado 29 de junio del 2017. De los otros marinos, nunca se tuvo noticias. El mar se los tragó para siempre.
Nadie olvida aquella tragedia en Bluefields. En septiembre de ese año, se localizó el casco del barco en el fondo del mar. Ahí, se encontraron los restos de tres marinos, entre ellos los de Marcial. Hasta el sol de hoy no hay una sola explicación sobre qué pudo provocar la tragedia que enlutó a varias familias caribeñas.
Riesgo cada día
Cada día, son cientos los pescadores que arriesgan su vida en esas travesías, porque además de ser la forma de vida más común en estas comunidades, es prácticamente la única. “Aquí no hay trabajo, no hay más opciones que lanzarse al mar”, se lamenta un joven costeño.
“Son como horas interminables exponiéndose al mal tiempo que impera bajo ese cielo, y a merced de lluvias y tormentas durante el invierno y sin equipos de protección”, explica el joven pescador. “Muchas veces un mal tiempo te echa a perder lo poco que has logrado en días anteriores y a veces lo perdés todo, hasta la vida”, señala el pescador.
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Los pescadores se quejan también de que los resultados de esta actividad han venido a la baja, lo que empeora el esfuerzo de sobrevivir de esas faenas. “Desde hace años los bancos de pesca sufren daños, cada huracán o mal tiempo que hemos sufrido vuelve escaso el producto. Ya es difícil vivir de esto”, se lamenta un buzo también de esta zona.
Doña Alejandra dice que quisiera poder volver al día antes de aquel zarpe de su hijo y de los pescadores. “Los habría detenido, si de por sí, ya casi nada se pesca, uno se arriesga y hasta pierde la vida y los que logran volver regresan sin nada, solo con los lamentos”, agrega.
“No olvido cuando el doctor (forense) me llamó y me dijo que era de mi hijo parte de aquellos restos que hallaron, ahí se acabó la esperanza de encontrarlo con vida. Esa vez me entregaron su cartera, donde estaba su cédula y otros papeles; esto ha sido muy duro para mí, perderlo de esta forma”, reitera la madre del pescador.
Dejados a su suerte
Debido a los frecuentes naufragios en los Cayos Perlas, Corn Island y Little Islands, en el Caribe Sur de Nicaragua, una comunidad indígena y de pescadores se han organizado desde hace años para actuar rápidamente al conocer los incidentes, lo que les ha permitido salvar varias vidas.
Lo han hecho con recursos propios, luego de ensayar también con sus propias habilidades el desarrollo de técnicas de búsqueda y salvamento comunitario. Muchas veces la asistencia en la zona de la Fuerza Naval y autoridades del gobierno central tarda en llegar hasta 48 horas desde que se reportó el naufragio.
La alarma se enciende en la comunidad indígena de Tasbapounie cuando el radio comunicador o el celular suenan. Las miradas de los comunitarios se clavan de inmediato en las aguas turquesas contenidas por ese triángulo oceánico conformado por los Cayos Perlas, Corn Islands y Little Islands y zarpan de inmediato los más experimentados en labores de rescate.
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En los últimos cinco años, en esta aguas, han perdido la vida al menos 50 pescadores artesanales. Troy Hayman, es un caribeño que conoce muy bien los peligros y las inclemencias del mar en aguas profundas. En varias ocasiones ha estado a punto del naufragio, varado, ya sea por el mal tiempo o un desperfecto del motor de su nave.
“Si el daño es en el motor, lo primero que hacemos es anclar la embarcación; sacamos bandera, hacemos señal para avisar y pedir ayuda a quienes pasen cerca. Si nadie nos ve, la otra esperanza es que llegue la hora del retorno, y que al no ver regresar la embarcación, la alarma se encienda”, cuenta Hayman.
Los comunitarios se dividen entre pescadores y pangueros. En las orillas del mar dejan sus embarcaciones ancladas. Ahí las dan mantenimiento y hacen reparaciones a los aperos de pesca. Hayman resalta la organización comunitaria para apoyar a quienes naufragan. “Es una red comunitaria que funciona bastante bien durante alguna emergencia”, explica.
El peligrosos buceo sin equipos de seguridad
El joven buzo Marcos Alvarado Pinock, de 22 años de edad, falleció hace dos semanas por síndrome de descompresión, el que sufrió cuando realizaba faenas de pesca a 112 millas náuticas al noreste del municipio de Puerto Cabezas, Costa Caribe Norte. “Mientras no haya protección a la vida de los buzos, más continuarán perdiendo su vida o quedan parapléjicos”, dice un excompañero de trabajo de Alvarado Pinock.
De acuerdo a denuncias que instituciones estatales han comprobado en la zona, los buzos trabajan en jornadas que se inician al amanecer y terminan al ponerse el sol. No cuentan con los trajes indicados para buceo, ni con instrumentos de medición de ningún tipo. Bucean hasta 12 horas diarias en ropa interior totalmente desprotegidos.
La sumersión son varias en un día. En cada una, los trabajadores del buceo consumen entre cuatro y seis tanques de aire comprimido. Los tanques contienen entre 2,500 a 3,000 libras y para “quemar” cada tanque, estos pasan sumergidos bajo el agua entre 25 a 30 minutos.
Como en la zona no hay empleos, muchos jóvenes se ganan la vida buceando sin antes haber tenido alguna práctica. “Es una pesca riesgosa, algunos acopiadores de langosta proveen de algún equipo, en la mayoría de los casos, son incompletos y obsoletos”, dice un buzo experimentado.
Estos acopiadores entregan a los buzos combustible y hielo a cambio de que ellos les vendan el producto pescado. “De esta forma, estas empresas hacen ver la actividad como independiente porque lo que entregan, lo hacen con una promesa de boca, no es que esté contratando. Con lo que entrega se asegura el acopio y ellos guardan distancia de la operación”, denunció un pescador.
“Esto ocurre –agregó– principalmente en las comunidades indígenas, donde se realiza la actividad sin control institucional y sin garantías humanitarias de ningún tipo”, criticó.